Escribimos para una obra que nadie va a leer. Parece un oxímoron, (si no lo es). ¿Por qué hacemos eso? ¿Qué nos lleva a esa especie de anonimato? ¿Por qué nos condenamos a quedar en la retaguardia de una obra? ¿Es tan así?
Incontables guionistas psicoanalizados del mundo entero lo hemos llevado a nuestras sesiones de análisis, sin dudas. Los que no se analizan, lo consultan con almohadas, curas, porro, alcohol, o lo que tengan a mano. Pero lo hacen. Y una vez que entramos en ese túnel, empezamos a descubrir que parece la trama de alguna película, porque vamos en busca de una respuesta, esperando una revelación o el fracaso absoluto: la depresión que nos aplaste y no nos deje escribir más. Pero anotamos algo, y empieza alguna nueva idea. Empezamos a recuperar eso que vuelve en círculo, que nos recuerda que siempre estamos escribiendo sobre nosotros mismos, que no existen las historias vacías, mucho menos las películas vacías. Siempre hay algo de alguien en un relato cinematográfico, porque el cine es colectivo. Por más frío que sea el proceso, por más fordista que sea la producción, alguien suma algo personal. Entonces, cuando estamos en ese pensamiento, nos reconocemos como un eslabón fundamental en la producción de la película. Si dejamos una semilla de significado, una emoción que pueda trascender, una idea inolvidable, vamos a cumplir con nuestro trabajo. Más que con nuestro trabajo, con nuestra misión. Vamos a conectarnos nuevamente con nuestra identidad, o más todavía, con nuestro Ser.
Hitchcock decía que se puede hacer una película mala de un guión bueno, pero nunca una película buena de un guión malo. Recordamos esa frase para darnos empuje, la pegamos en la pared, levantamos una espada imaginaria y vociferamos, como dijo alguna vez Juan Sklar antes de abandonar el relato audiovisual: “¡Somos los guardianes del sentido!” Y entonces nos sumergimos otra vez en nuestro teclado, en nuestra pantalla, en nuestro culo aplastado en la silla, en nuestra espalda encorvada, en la contractura que crece y presiona nuestro cerebro mientras un cosquilleo recorre el brazo, en justificar contratos extraños, en justificar que no haya contrato, en la auto precarización. Pero todo eso queda para después cuando nuestros dedos no paran, cuando tenemos que obviar las palabras que surgen mal, desordenadas, inentendibles, porque hay algo superador, un relato que está surgiendo, un personaje que empieza a brillar, un diálogo que cobra dimensión, una idea que antes no existía y ahora sí.
Ojo. ¿Existe esa idea que acaba de surgir si no está filmada todavía?
Volvemos al punto inicial. ¿Para quién estamos escribiendo? Como escribía antes, eso es algo que nos lo hemos preguntado varias veces quienes nos dedicamos a esta profesión tan rara. Lo he escrito por ahí de diferentes maneras, porque vuelvo (siempre vuelvo) a esa pregunta. ¿Escribimos para el público, para un director, para un productor, para un equipo de rodaje? Y la mejor respuesta que encuentro es que, en realidad, siempre escribimos sobre y para nosotros mismos. Si logramos ese momento de conexión total con lo que estamos escribiendo, es porque lo que está surgiendo en nuestro teclado nos conmueve, y si eso sucede es muy probable que pueda conmover a quien lo lea, decida filmarlo, lo haga con un equipo que también se vea conmovido y logre una película que conmueva al público. Entonces, al encontrar esa respuesta, ya sabemos que estamos escribiendo para todos los que nos topemos (incluso nosotros mismos) con esa historia, en el estadío que sea en que se encuentre el proceso: en un cuaderno, en postits en la pared, en el procesador de texto, en un PDF, en papel, en rodaje, en una mesa de montaje o en una pantalla.