Es bueno cada tanto navegar en los recuerdos para investigar dónde estuvo el origen de algo que nos define. Estaba en eso cuando llegué al porqué del cine en mi vida: el videoclub.
El Big Bang que inició todo esto de escribir películas fue un fin de semana en la casa de mi tía Andrea y mí tío Julio. Yo tendría nueve o diez años y ellos estaban por abrir un videoclub, por lo cual tenían la casa llena de VHS. Recuerdo que conté las películas (o los cassettes) que vi. Diecinueve fueron en total, entre la tarde del sábado y el mediodía del domingo. Estaba tan manija que me levanté temprano para ver todas las que pudiera en el tiempo que me quedaba antes de que volvieran a buscarme mis viejos. Eran tantas que no recuerdo bien cuáles eran, pero puedo acordarme de una de dibujitos de Mr. T y de Las aventuras del Barón de Munchausen (punto de no retorno, aunque no supiera quién era Terry Gilliam). Pero lo esencial fue el orgullo que sentí por haber visto tanto, y el gusto por hacerlo. Quería más. Era el inicio de mi cinefilia, mi primer Binge-Watching. En Ciudadela fue sucedido.
El siguiente recuerdo que me da la pauta de mi despertar a la cinefilia es cuando en casa se compró la primera videocasetera. Todavía no habíamos alquilado nada, pero Hernán, un amigo del colegio que vivía en la misma cuadra, me prestó una película que había alquilado y tenía tiempo hasta la tarde para devolver. Era Robocop. Quedé fascinado.
Sin ánimo de hacer del pasado una joya imborrable, o de ser básicamente un viejo choto, simplemente pienso que los videoclubes fueron mucho más que importantes para quienes hacemos cine hoy. Si bien veíamos películas en el cine y en la TV desde chicos (yo iba regularmente al cine Los Angeles a ver películas con mi abuela y no me perdía los capítulos de Batman y Flash Gordon que daban en Función Privada, o V Invasión Extraterrestre, que veíamos con mi viejo) el videoclub nos dio la posibilidad de elegir entre una gran oferta y de volver a ver una y otra vez lo que nos gustaba. La experiencia privada de descubrir algo y de empezar a estudiarlo de manera intuitiva es de lo más hermoso de esa etapa de la vida. Pero también la posibilidad del cine casero colectivo, los cumpleaños con películas, las juntadas de viernes o sábados con amigos para ir al videoclub y volver con un par de títulos (o más) para ver a la noche.
A generaciones anteriores les tocaron cineclubes, a posteriores la piratería, más tarde las plataformas. Nuestra generación pudo curtir todas esas variantes, pero el videoclub fue la fundante.
Ir al videoclub un viernes o un sábado por la tarde no era una simple actividad de rutina, era un ritual de iniciación. Entre todas esas cajas coloridas, de diseños y universos contrastantes, podía aparecer un portal hacia una experiencia inolvidable.
Los videoclubes fueron, sin dudas, nuestra primera escuela de cine, o más bien: los templos de nuestra religión.