Podríamos decir que casi toda la humanidad actual se formó viendo y leyendo superhéroes, en sus más diversas variantes, por imposición cultural y porque están buenísimos. Todos quisiéramos volar, tener superpoderes, tecnología aplicada a cualquier circunstancia, valores morales intachables y, sobre todo, un buen traje y las mejores frases en los momentos indicados.

Veo esta foto de marzo de 1985, en la que estoy posando sobre el mástil del Club Almafuerte, en Villa Maipú, San Martín, con el traje de Superman que me hizo mi abuela Marta, y no me noto tan distinto a la actualidad. La diferencia es que en aquel momento, jugar a ser un superhéroe estaba permitido porque tenía cuatro años, y seguir haciéndolo a los cuarenta y tres conlleva otra relación con el contexto.
Nuestra profesión es lo que nos permite continuar jugando a ser Superman. Pero, ojo, no confundir lo que digo con una defensa de la infantilidad conveniente, descomprometida. No. Me refiero a que escribir películas fantásticas (filmarlas, actuarlas, editarlas, vestirlas, diseñarlas y producirlas también) es extender lo que habitualmente se deja circunscripto a la infancia (señalando lo infantil como poco serio) pero construyendo desde las sombras lo que a todos nos conecta con un imaginario vital.
La mímesis en las tragedias griegas, según Aristóteles, se daba porque el público soñaba con ser como aquellos héroes capaces de enfrentar a la muerte para lograr un objetivo común, comunitario. Corramos la imposición de la bandera de tiras y estrellas en cada traje, cuadrito e imagen relacionada con los superhéroes, y convengamos en que las aventuras y los personajes son hipnóticos, que está todo tan bueno que en algún momento de nuestras vidas nos atraparon sin parar, y veamos lo universal en todo eso. ¿Es universal porque está impuesto? ¿O un imperio es también imperio porque reconoce los hilos universales y los utiliza a su favor?
Es trabajo de quienes hacemos películas de ciencia ficción, terror y aventuras, al Norte o al Sur, observar esos hilos y aprender a usarlos (a no ser que nos propongamos hacer cine para un público mínimo, un cine no popular). Y también es parte de nuestro oficio aceptar una condición de freaks, preocupados por cosas que se suponen infantiles, aunque sabiendo en secreto que esas cosas son los sentimientos que mueven al mundo.
Mientras los villanos del mundo real (parodias de los que habitan cómics y películas) avanzan con las acciones más violentas posibles para dominar el planeta, elijo seguir con el traje de Superman que me hizo mi abuela y que hoy tiene la forma de la remera de las Tortugas Ninja que me regaló mi hija, imaginando historias que nos permitan soñar con que hay un mundo mejor posible.