Escribir guiones siempre es escribir con otros. Por más que seamos los únicos guionistas del proyecto, sabemos bien que lo que estamos escribiendo va a pasar por otras cabezas, miradas, voces, luces, sonidos, vestuarios, cámaras, etc. Pareciera que nunca estamos diciendo lo que queremos decir, porque cada coma será cambiada. De hecho, nada de lo que escribimos será la obra, porque escribimos palabras y las películas no son literatura.
Pero la clave para encontrar nuestra propia voz en medio de tanto despelote, está en ser conscientes de ese despelote. Puede ser apabullante, sí, pero cuando funciona, cuando todos están en el mismo plan de construir en conjunto, la cosa no solamente funciona, es imparable.
El problema es que a veces las ideas son interpretadas por sus “creadores” como si fuese su propiedad privada. “¡No toquen mi idea, es mía y es así, no de otra manera!” Es como si se pensara la creación colectiva como la disolución de las ideas, como si ser parte de un proyecto implicara la pérdida total de la autonomía creativa. Me parece que se trata más bien de miedo al rechazo, de narcisismo, de inseguridad. Es más, esa actitud celosa puede anular otras ideas que probablemente hagan crecer la original.
Escribir una película es un acto de convivencia. Es comprender que si mi voz sobresale, también puede sobresalir otra. Pero que si otra voz es callada, la mía también podría serlo. Una vez que comprendemos eso, sabemos que no se trata ni de la disolución de las ideas personales en una masa amorfa, ni de la imposición de la idea del que más grita. La forma final se moldea a fuerza de buenas ideas potenciadas entre sí.
El cine, como arte colectivo, se construye de muchas voces y miradas. Cada proyecto es una comunidad que se organiza a partir de la creación. Una parte fundamental de nuestro oficio como guionistas es hallar las vías estéticas y narrativas para que nuestra voz brille en armonía con las demás.
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