Escribir una historia de amor es volver al origen. No al de nuestra historia personal, sino al de la historia narrada. Desde que contamos historias, contamos amores. Y desde que Aristóteles propuso que toda obra podía clasificarse en tragedia o comedia, esos dos géneros se convirtieron en el esqueleto de prácticamente toda la narrativa occidental.
El cine no es ajeno a eso. Es heredero de la tragedia griega, pero también del teatro popular, de la literatura, de la ópera, de los relatos orales. Cada imagen romántica en movimiento lleva consigo un poco de toda esa tradición.
Cuando hablamos de melodrama como género cinematográfico, estamos hablando de un hijo directo de esas tradiciones. Melos es melodía, drama es acción, conflicto. El melodrama fue, durante siglos, una atracción popular: una forma de acercar al pueblo el lenguaje de la ópera.
Hegel definía la tragedia como el enfrentamiento entre dos verdades opuestas que no pueden convivir. La tragedia es un conflicto no entre el bien y el mal, sino entre lo correcto y lo correcto, donde los personajes actúan en base a principios éticos legítimos, pero que inevitablemente llevan a la destrucción. Usaba el ejemplo de Antígona: la ley de la familia contra la ley del Estado. Ambas tienen razón, y eso es lo que hace que termine en tragedia. En el cine romántico trágico pasa algo parecido. Dos almas se pretenden gemelas, destinadas a estar juntas, pero un destino—o un sistema—se opone. Esos amores terminan mal. Titanic, Lo que el viento se llevó, Los pulpos, de Christensen: lo que arde en esas películas no es solo la pasión, sino la imposibilidad.
Y así como un género romántico es puesta en escena de la cara triste del teatro, el otro lo es de la que ríe. La comedia romántica le debe todo a la definición aristotélica de la comedia como el espacio de los personajes torpes. Nos reímos de ellos porque nos vemos ahí. Nos reímos como forma de exorcismo, de identificación. Dos personas que se aman pero no logran estar juntas porque se equivocan, porque dudan, porque se chocan con su propia humanidad. Y ahí está la risa: no en lo absurdo, sino en lo real. Desde Cuando Harry conoció a Sally hasta a Mi novia Polly.
Ambos géneros—el melodrama (o romdrama) y la comedia romántica (o romcom)—responden, ya dijimos, a las máscaras del teatro. Pero… ¿el amor es solo alegría o tristeza? ¿No es, más bien, todo al mismo tiempo?
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos vino a patear el tablero en el inicio de este siglo. Charlie Kaufman nos mostró un amor que no cabe ni en tragedia ni en comedia. No es puro dolor, ni pura torpeza. Es un amor confuso, contradictorio, fragmentado. Es lo que pasa cuando el alma gemela no te completa sino que te refleja, y eso hasta da miedo. O al revés, cuando escapa porque se ve reflejada en vos y eso te enamora.
Hoy, en un mundo cruzado por discursos de odio y fragmentación, tal vez sea momento de volver a mirar el amor en el cine. No el amor ideal, sino el amor como es: imperfecto y bello. Reconsiderar el amor y la materia cinematográfica.
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