Cuando escribimos una escena, no estamos solamente contando qué sucede. Estamos creando un tiempo. Un tiempo distinto del de los relojes, un tiempo que puede durar una eternidad o pasar volando.
Mircea Eliade lo llamaba tiempo sagrado o tiempo ritual: no el que avanza en línea recta, sino el que gira y vuelve sobre sí, construyendo el mito —o mejor dicho, trayéndolo al presente—. Como el héroe repite pruebas hasta transformarse, en el guion también hay pasos y ciclos. Momentos arquetípicos que se repiten hasta que algo, finalmente, cambia.
Pero también está el otro tiempo, el que nos enseñó la física: el relativo. No fluye igual para todos, depende de dónde/cuándo estemos. Y en una historia, eso se vuelve evidente. Una escena puede durar un minuto en la vida del personaje… y diez páginas en el guion. Porque en ese minuto, se juega todo. Una película o un capítulo de una serie puede convertirse en un agujero negro, no sabemos qué vamos a experimentar cuando comienza y atravesamos el horizonte de eventos.
Sucede algo poderoso: cada escena construye un tiempo ritual, cargado de sentido. Un minuto de historia no es un minuto de vida: puede contener años, traumas, recuerdos, decisiones. En ese tiempo condensado, pueden caber muchas vidas.
Lo vemos con fuerza en películas como Mulholland Drive o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. En ambas, el tiempo no es una línea: es una espiral emocional. En Mulholland Drive, los sueños, los deseos reprimidos y el trauma reconfiguran el orden del tiempo hasta hacerlo estallar. No entendemos lo que sucede desde la lógica cronológica, sino desde una lógica afectiva, casi onírica. En Eterno resplandor, los recuerdos se desarman, se borran, se mezclan. Pero en ese caos, emerge otra forma de verdad: una verdad emocional. El tiempo se pliega y se repite, construyendo una experiencia interior, donde lo que importa no es el “cuándo”, sino el “qué significa ese momento para el personaje”.
En Volver al futuro, el viaje temporal no es solo un juego de ciencia ficción. Es, sobre todo, una operación emocional. El tiempo —el viaje a través de él y el momento único en que caerá el rayo sobre el reloj, porque no podría haber sido otro objeto el que estaba en peligro— funciona como una herramienta para reorganizar una familia fallida. Marty viaja al pasado para reescribir un vínculo marcado por la frustración, la tristeza y la renuncia. En ese sentido, el tiempo es una forma de reparación simbólica. Una forma de decir que no todo está determinado, que la historia —familiar, íntima, emocional— puede cambiar si alguien se anima a intervenir.
En la cuarta temporada de The Bear, el tiempo se hace protagonista cuando el tío y socio mayoritario instala un gran reloj digital con cuenta regresiva en el centro de la cocina. Un recordatorio constante de que el éxito no espera, que hay que cumplir con los plazos, que no hay margen para fallar. Pero a medida que la temporada avanza, entendemos que ese reloj no marca solo un deadline comercial. Marca el conflicto interno de Carmy, el protagonista. El tiempo externo —ese que debería organizar la producción— se vuelve una especie de metrónomo emocional: cada segundo que pasa lo acerca más al límite, a la sensación de no estar a la altura, de volver a fallar. Y así, el guion convierte ese reloj en un dispositivo simbólico: la cuenta regresiva mide en realidad la distancia entre lo que Carmy “quiere” y lo que “debe”. Si llegan al último episodio, van a entrar literalmente en un espacio despegado temporalmente de lo demás y a descubrir uno de los mejores usos del tiempo en un cierre de temporada memorable.
Por todo esto —quizás— escribir un guion nos toma tanto tiempo. Porque estamos construyendo, con palabras, una pequeña fracción de tiempo cargada de sentido. Un instante que necesita preparación, prueba y error, intuición y trabajo. Como todo ritual, precisa una extensión temporal para que algo sagrado pueda emerger.
Si el cine puede ser una experiencia transformadora, es porque antes alguien se tomó el tiempo de construir ese instante para nosotros.
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