En el fantástico maravilloso, la curiosidad nos lleva hacia la luz. Nos impulsa a descubrir nuevos mundos, formas de vida desconocidas, territorios inexplorados que, si bien pueden ser peligrosos, prometen revelaciones que nos transforman para bien. Es una curiosidad luminosa, casi infantil: queremos ver más allá porque intuimos que hay algo valioso esperando.
Pero en el terror —y en otras formas del fantástico siniestro— la curiosidad se vuelve más ambigua. Nos empuja a lugares oscuros, nos hace abrir puertas que sabíamos que era mejor dejar cerradas. Sabemos que algo malo va a pasar, pero igual queremos mirar. ¿Eso nos vuelve masoquistas?
Tal vez sí. En “Valis”, Philip K. Dick habla del masoquismo, pero no en el sentido clásico del placer por el dolor. Es un concepto bastante válido para pensar nuestro gusto por el miedo viendo y escribiendo películas de terror. El masoquismo, según Dick, funciona como una estrategia frente al dolor inevitable del mundo. Como si dijéramos: si el dolor va a llegar, mejor que llegue por voluntad propia. Mejor disfrazarlo de elección. Mejor ir a buscarlo como si fuera un juego, como si fuera parte de una película.
Pero el miedo no se deja domesticar tan fácil. Lo siniestro —aquello que estaba oculto y aparece donde no debería— no solo amenaza con destruirnos desde afuera, también nos enfrenta con lo que llevamos dentro. En el fondo, la curiosidad en el cine de terror no es por lo que hay en el bosque, en la casa, en el espacio o bajo la cama… es por lo que hay en nosotros mismos.
Y ahí aparece el monstruo. Que no siempre tiene forma de criatura. A veces el monstruo es el miedo que intentamos ignorar. El trauma que creíamos enterrado. El deseo que no nos animamos a nombrar. Y entonces, en ese juego de mirar lo que asusta, la curiosidad se vuelve espejo.
¿Y si el monstruo soy yo?
¿Y si mi miedo es el reflejo de algo que ya está en mí?
¿Y si el verdadero abismo es conocerse?
Tal vez buscamos el miedo no para sufrirlo, sino para domesticarlo. Para disfrazarlo de historia. Para enfrentarlo en la ficción antes de tener que enfrentarlo en la vida. Porque si logramos atravesarlo en el cine, tal vez —solo tal vez— podamos empezar a mirarlo también afuera de la pantalla.
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