Después de muchos años —décadas en realidad— volví a ver la serie ALF. Esta vez la pusimos en casa para que Almendra la curtiera por primera vez, y me encontré con un relato al que nunca había prestado atención. Es el que construye lo que este extraterrestre viene en realidad a iluminar.
Si en Kill Bill cuentan acerca de cómo Clark Kent es la parodia del extraterrestre Superman sobre la naturaleza humana, aquí ALF viene a sacar los trapitos al sol de la familia modelo, a quitarle la careta a cierta hipocresía. Pero este no es un tema que surge nomás de los argumentos, sino que —y aún más interesante— es el tractor de cada conflicto, episodio a episodio.
Una escena equis de ALF, mientras los Tanner hablan en voz baja para que no los escuchen los vecinos o simplemente ocultan algo entre ellos —o de ellos mismos muchas veces—, ALF rompe el clima con un comentario sarcástico, algo tan brutalmente honesto que deja en evidencia lo que nadie se animaba a decir. La incomodidad se transforma en risa, y la risa en reconocimiento.
Esa es la magia de la serie. ALF no es solo un extraterrestre simpático escondido en un suburbio norteamericano; no se trata únicamente del “choque cultural” ni del absurdo de lo imposible. ALF encarna lo no dicho. Donde la familia calla por miedo al escándalo o al ridículo, él habla. Donde se evita el conflicto, él lo expone. Y su calidad de extranjero lo autoriza a esa insolencia.
ALF es un dispositivo narrativo. Una voz liberada del deber de agradar, que dice lo prohibido, lo reprimido, lo incómodo. Cada intervención suya revela tensiones: la neurosis de Willie; el agotamiento de Kate; la ansiedad de Lynn; la invisibilidad de Brian. Matrimonio, familia, autoridades, trabajos, educación, todo pone en duda este extraterrestre con pelos en todos lados menos en la lengua. Todo lo pone en conflicto. Y ese choque es el motor de los guiones.
¿No es así como funciona todo “extraño” que llega a un mundo cerrado? El cine está lleno de forasteros que cumplen esa misma función. Pienso en Mary Poppins, que al irrumpir en una familia de la burguesía británica revela el vacío afectivo que había bajo la fachada. Incluso en E.T., otro visitante intergaláctico que nombran varias veces en ALF, cuya sola presencia pone a la vista los miedos y fragilidades de una familia quebrada.
El forastero no carga con la obligación de obedecer a las costumbres, y en esa libertad dice lo que nadie más se atreve. En ALF, esa licencia se traduce en el sarcasmo que le da su personalidad inolvidable. Detrás de cada chiste hay una verdad incómoda: las familias de revista no existen, y, en consecuencia, las sociedades de vidriera son un verso.
Hay una secuencia particularmente reveladora cuando la madre de Kate —la abuela de la familia— se queda a vivir en la casa. Allí, ALF no solo empuja a que Kate saque a la luz su conflicto interno y le exprese a su madre que se siente tratada como una niña, sino que además protagoniza uno de los episodios más brillantes de la serie: el momento en que se convierte literalmente en guionista de sus vidas. Mientras la abuela mira una telenovela, ALF comienza a enviar guiones al programa, transformando a los personajes y sus tramas en un espejo de los Tanner. El recurso es brillante: lo que en la pantalla dicen los actores es lo que en la casa nadie se anima a pronunciar. Cuando la producción de la telenovela cambia sus libretos, ALF fuerza la situación y hace que la propia Kate y su madre lean uno de ellos. Los diálogos son tan certeros y fieles a lo que sienten que ambas terminan reconciliadas, habiéndose dicho por fin lo que nunca se habían atrevido a expresar. Ese episodio es, en sí mismo, una obra maestra sobre cómo articular conflictos internos y externos en una puesta en escena de comedia televisiva.
Nuevas generaciones como mi hija (tiene ocho) pueden coparse y no parar de ver la serie ALF —y las viejas podemos redescubrirla— porque expresa algo que reconocemos en nosotros mismos: el deseo secreto de que alguien irrumpa y diga lo que callamos. Que lo indecible se vuelva risa, aunque sea por un rato, aunque ese deseo ni siquiera sea consciente.
Ahí radica la fuerza del ALF: en recordarnos que lo que nos incomoda también nos revela, que el humor puede ser un espejo, y que la irrupción de lo extraño no es amenaza, sino posibilidad. Porque a veces, para conocernos, necesitamos que alguien desde afuera nos diga lo que mantenemos en silencio. Para eso, aunque no nos detengamos siempre a pensarlo, también está una sit com de ciencia ficción. Para eso es que están las historias populares.
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