Se supone que en todas las historias debemos identificarnos con los héroes. Están diseñados para eso: son el centro de la acción, tienen una moral clara y luchan por el bien (en general) común. Pero entonces, ¿por qué nos resultan tan irresistibles sus opuestos? ¿Por qué el villano —el agente del caos, el transgresor, el criminal— nos seduce más que el que se sacrifica por la justicia?
Vamos con una dupla antagonista clásica: Batman y el guasón.
En la película de Nolan The Dark Knight, Batman se presenta como el clásico vigilante con conflictos, sí, pero es casi monótono frente al Guasón que encarna Heath Ledger. El Guasón, o Joker, no sólo impone miedo, sino que activa una forma retorcida de justicia, incluso exponiendo la hipocresía de Ciudad Gótica (por extensión, de cualquier sociedad). Y lo logra.
Lo perturbador que sucede aquí —y que se amplía a cada vez que nos dejamos seducir por un villano— es que, a pesar de sus crímenes, hay algo en él que reconocemos —o, mejor dicho, “dónde nos reconocemos”—. Hay una furia contenida, una sed de romper todo, una fantasía secreta de venganza contra un mundo que también nos asfixia. El Joker—el de Nolan como antes el de Alan Moore— es una expresión bastante punk de todo eso. “I fought the law and the law won” podrían cantar esos Jokers, como The Clash. Eso nos atrae y despierta nuestra rebeldía.
El psicoanálisis freudiano nos permitiría leer esta tensión no sólo como el clásico conflicto interno entre Yo (el centro), Ello (el deseo desenfrenado) y Superyó (el policía moral), sino también como una muestra del malestar que impone la cultura. Freud sostiene que los seres humanos buscan la felicidad en dos direcciones: evitando el sufrimiento y persiguiendo el placer. Pero, ¿cuál es el precio de vivir en sociedad? La renuncia a los impulsos instintivos, especialmente los agresivos y sexuales, que deben ser reprimidos para que exista la convivencia. La cultura, al protegernos y organizarnos, al mismo tiempo nos prohíbe desearlo todo y nos impone un Superyó vigilante y sancionador.
En este marco, los villanos encarnan aquello que la cultura nos obliga a reprimir: el Ello desatado, esa corriente pulsional que no reconoce límites ni normas. Batman, como figura del orden, encarna más bien el Superyó: la ley, la moral, el sacrificio que exige la vida colectiva. Nosotros, espectadores, quedamos en el lugar del Yo, atrapados en el mismo dilema que describe Freud: querer ser felices cediendo a nuestros deseos y sabiendo que la cultura sólo nos permite bardear a media
Por eso nos atraen los villanos. No porque justifiquemos sus actos, sino porque, en la ficción, se nos permite una experiencia de libertad frente a la represión cultural. Durante el tiempo que dura la película, podemos imaginar lo que sería soltar al “lobo primitivo” sin pagar el costo de la culpa ni ir en cana.
Alan Moore lo planteó con maestría en La Broma Asesina (The Killing Joke, su novela gráfica de 1988 dibujada por Brian Bolland). Allí, el Joker no es solamente un monstruo: es el resultado de una sociedad que lo arrastró a la locura. Una mala semana o un mal día condensan las consecuencias de una profunda injusticia social. Como Rambo en First Blood (Kotcheff, 1982): Silvester Stallone interpreta a un excombatiente mandado a Vietnam que después es condenado por “loquito de la guerra”. No encaja, porque el propio sistema que lo envió a pelear, ahora lo discrimina y lo empuja al límite. En ambos casos, hay un descenso a los infiernos. John Rambo se acerca a lo heroico; en cambio, el Guasón hace de su tragedia una tragedia para la sociedad. Pero en ambos hay descensos y hay espejos. Porque el Guasón de Moore viene a señalar que él y Batman son iguales, son dos freaks criminales. Y ambos terminan riéndose de esa revelación, dejándonos bastante perturbados al habernos sentido identificados con ese villano y al descubrir que nuestro héroe es bastante parecido a él.
Pero hay una diferencia clave entre mostrar esa caída y empujarnos a celebrarla sin cuestionamientos. En Joker (Todd Phillips, 2019), esa frontera se desdibuja. El Guasón ya no es solamente la consecuencia de una sociedad injusta, sino casi una bandera del crimen como forma de justicia. A pesar de la resistencia moral que podamos tener, se nos invita a amarlo. No a comprender su tragedia para construir una mirada crítica que invite al debate ético, sino para legitimar su odio. Lisa y llanamente. Y eso ya no es una fábula trágica, sino algo bastante peligroso.
El Joker no es aquí cualquier protagonista que se transforma al lado oscuro. Lo que lo diferencia de personajes como, por ejemplo, Michael Corleone, es que en ese otro caso asistimos como espectadores a un descenso a los infiernos y a una transformación en demonio con una identificación inicial. Acompañamos el proceso y, si bien moralmente podemos criticarlo, hay una ética del personaje que nos pone en jaque y nos ayuda a observar nuestras propias oscuridad. Pero El Padrino es una tragedia que termina por condenar la maldad, no por aplaudirla.
Otro caso clásico —más que citado en el Joker de Phillips— es el de Travis Bickle en Taxi Driver (Scorsese, 1976). Este psicópata producto de la sociedad es finalmente condecorado como héroe, luego de su trágico acto de justicia violento, por esa sociedad que antes lo escupía. Aunque finalmente él no está tan cómodo con eso. Nosotros tampoco.
El Joker, al contrario de estos dos ejemplos, es un personaje que siempre conocimos como un villano, uno de los peores dementes del crimen. ¿No es peligroso de pronto quererlo y abrazarlo como un héroe?
Como guionistas, o como autores de cualquier disciplina narrativa, tenemos una responsabilidad. Podemos explorar la maldad. Podemos rozarla, exponerla, hasta intentar comprenderla. Pero no deberíamos abrazarla sin conflicto ético. No cuando sabemos lo que eso implica. Porque el guion, como el mito, no está para justificar, sino para hacernos preguntas.
Una de las preguntas más urgentes sería entonces: ¿Por qué, sabiendo que es el villano, muchas veces nos tentamos con desear que el Guasón gane?
Tal vez porque, en el fondo, quisiéramos que alguien nos vengue de un mundo que también a nosotros nos falló. Pero nuestro trabajo conlleva la responsabilidad de no crear allí una trampa sin quererlo. Porque justificar el odio y la maldad puede crear monstruos reales.
La ficción tiene ese doble filo. Si sabemos usarla, podemos construir una herramienta de pensamiento crítico. Pero si la pifiamos, podemos justificar la creación de bestias inhumanas capaces de llegar a gobernar países.
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