Pensar una tradición de cine de terror en Argentina es enfrentar un dilema parecido al que Borges planteaba sobre la tradición literaria: ¿qué nos corresponde, qué debemos imitar, qué podemos inventar?
En El escritor argentino y la tradición, Borges desmonta la idea de que lo nacional deba definirse exclusivamente por el color local y afirma que nuestro patrimonio simbólico es el universo entero. Siguiendo esa línea, la literatura argentina no necesita exclusivamente de gauchos y caballos para ser auténtica: puede nutrirse de ruiseñores y sueños de otras tierras para construir lo universal sin dejar de crear una tradición nacional.
Borges nos plantea que la pregunta por la tradición argentina es, en realidad, un falso problema. Que ser argentino no se logra por repetir cuchilleros o payadas, sino por animarse a usar el universo entero como materia creativa.
Si tenemos en cuenta que el terror en nuestro país no tenía antes de este siglo una genealogía propia —apenas algunas islas dispersas, como Christensen o Soffici—, sabremos ver que la mayoría de nosotros nos criamos con monstruos extranjeros, con pesadillas importadas. Ni creadores ni público de nuestra generación tuvimos ejemplos propios que seguir. Pero Borges nos da una clave: no importa de dónde venga el material, lo decisivo es cómo lo hacemos nuestro. Podemos escribir sobre vampiros o espectros medievales, y aun así ser argentinos. La autenticidad no está en el decorado, sino en la mirada.
El terror, además, nos brinda una posibilidad única: explorar lo siniestro, entrenar la sensibilidad para enfrentar al verdadero Mal. No el de la pantalla, sino el que habita en la realidad. Y en un tiempo presente como el que vivimos, en el cual ese Mal se multiplica, escribir y filmar terror es un modo de resistencia, de pensar juntos cómo enfrentarlo.
Como Borges proponía para la literatura, podemos tomar las sombras del expresionismo alemán, los fantasmas japoneses o las criaturas de Hollywood, y pasarlas por el tamiz de nuestra experiencia. Así, lo extranjero se vuelve propio y el miedo se vuelve argentino.
Quizás ahí esté la verdadera tradición: en el atrevimiento de usar todo lo que existe para hablar sobre nosotros mismos. Para hacer terror argentino basta con hundirnos en los miedos que compartimos, en las grietas que nos marcan, en el Mal que reconocemos cada día y transformarlo en narración. Si provocamos miedo, será universal, porque el miedo no tiene fronteras ni físicas ni simbólicas.
Borges decía que crear es abandonarse a un sueño. Hacer terror en Argentina —y en cualquier lado— es, justamente, soñar pesadillas colectivas. Y en ese sueño, podemos ser argentinos.
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