Confesemos que nuestra profesión de guionistas es siempre un saltar al vacío. Lo pensamos cada vez que inicia un proyecto, pero lo tapamos con el deseo de que esa película que empezamos a imaginar sea filmada y exista… alguna vez. Convengamos que siempre lo sabemos: es como un deseo pedido al soplar las velitas.
Si imprimiéramos y apiláramos todos los proyectos y guiones que nunca fueron filmados, podríamos, entre todos los guionistas del mundo, crear una torre cuyo tope excedería por completo nuestra capacidad ocular. Si la escaláramos, perderíamos el oxígeno antes de llegar a la mitad. De sólo pensarlo uno pierde el oxígeno.
Ni las academias ni nuestra propia ansiedad son capaces de alertarnos sobre todo esto. Pero es normal. Es preciso frustrarse para forjar eso que se nombra como experiencia. Los proyectos pueden disolverse por motivos muy diferentes: por ser malos, por estar mal vendidos, por ser pretenciosos, por dejarlos olvidados y que pase el tren, por ser buenos pero caros, etc. Los motivos podrían ser infinitos.
Pero nada de eso sabemos cuando empezamos a escribir, o al menos no sabemos cuál será el destino de esta nueva historia en particular. El momento inicial es siempre de sueños, de imaginar la película en una pantalla, de verla posible. Por ese motivo, después de haber tropezado tantas veces, es que se hace necesario desarrollar un sentido de la posibilidad desde que escribimos el primer encabezamiento de escena.
A todo esto, natural en todo proyecto inmenso como lo es una película, deben sumarse las condiciones geográficas. O, mejor dicho, las condiciones económicas. Al sur del Río Bravo, los contextos de industrias devastadas o monopolizadas se transforman en monstruos del desaliento. Pero ya conocemos cuál es el arma fundamental para salir a la batalla y enfrentar a esas criaturas hostiles. Se trata de observar primero con qué contamos para narrar algo luego, y no al revés.
Para lograr cosas posibles, antes hay que atravesar lo imposible.
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