Las reglas fueron hechas para romperse. Esa es una de las máximas más antiguas del Género Fantástico. Los griegos lo llamaban hybris: la desobediencia a los dioses. Nada bueno puede pasar después de eso. O, mejor dicho, es al revés: la única manera de que pase algo bueno, es si las reglas son rotas. Si todos los personajes obedecieran las advertencias, el género no existiría. El Fantástico vive en ese gesto: la desobediencia como origen del relato.

¿Será por eso que el Terror, la Ciencia Ficción y las Aventuras son catalogados por la mayoría de los adultos como géneros marginales? A veces, incluso se convierten en gustos secretos. Porque romper las reglas no es algo muy admisible. Mejor hablar de cine serio, no vaya a ser cosa.

Aceptes tu pasión por el género rebelde o no, si estás frente a una película de Cine fantástico, necesitás comprender rápidamente las reglas, o no vas a poder entrar en la historia y sentir la misma curiosidad que el protagonista. Pero esas reglas, como ya dijimos, están hechas para romperse. Violarlas podría desatar lo maligno, pero no hacerlo podría matarnos de curiosidad. Y para que la tensión funcione, las reglas deben ser pocas y simples.

Como en Gremlins (Joe Dante, 1984):
(1) no los expongas a la luz brillante, mucho menos al Sol, porque podría matarlos;
(2) no los mojes, porque se reproducen;
(3) por sobre todas las cosas, nunca les des de comer después de medianoche.

Las tres reglas se rompen. Y nace un clásico.

Ese dispositivo —advertencia, desobediencia, consecuencia— está en el ADN del género. W. W. Jacobs lo escribió en La pata de mono, aunque muchos nos enteramos primero por el capítulo de halloween de Los Simpson, basado en ese clásico.

Cuando hicimos Los que vuelven con Laura Casabé (La Virgen de la Tosquera), encontrábamos un agujero en el relato, había algo que faltaba. Y optamos por la opción clásica que dimensionó el relato: lo primero que se escucha es la advertencia, y lo primero que se ve es la desobediencia. La película es la consecuencia.

Pero hay una única regla que, para que el género funcione, no debe romperse. Y es, justamente, la de tener reglas.

Cada uno de los grandes relatos fantásticos, no sólo repiten un patrón: se interpretan a sí mismos. Estas historias no son, como diría Hitchcock, “trozos de vida”. El Cine Fantástico (los relatos fantásticos) no se construyen sobre los mismos cimientos que el melodrama o la comedia. Tienen otros espacios y otros tiempos, normalmente rituales, que bien diferentes son a los de nuestra vida cotidiana.

Para poder asimilar que un personaje ha sido absorbido por la abstracción del Mal, para viajar a otro mundo o tiempo, o para verse arrojado a la aventura heroica atravesando un portal, el espectador necesita nuevas reglas. Es imposible acompañar a personajes en su periplo si no comprendemos el mundo en el que se mueve.

Como en una cadena semiótica, donde un signo se convierte en el interpretante de uno anterior y lo sucede otro que hace lo mismo con él, articular una historia fantástica precisa también de esa clase de eslabones. Si algo no está claro, lo que sigue no tendrá sentido. Y lo que lo precede probablemente tampoco. Por eso, la narración fantástica necesita de un entramado preciso para que un espectador se haga parte del cuento y, básicamente, no se aburra o se pierda.

Sin reglas en lo fantástico, los autores no vamos a lograr un verosímil auténtico. Pero sin romper las reglas en su ficción, nuestros protagonistas no podrán ser el eje de una historia fantástica.

Nuestra profesión es una máquina precisa de rebeldía.


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